CARTAS A MI MUJER SESENTA Y CINCO

MIÉRCOLES, 22 ENERO 1999, MADRID


Tercera parte


¿Cómo debe ser un hombre? me pregunto y, sin embargo, ella mantiene con firmeza sus esperanzas.

Al verla tan así, tan loca, tan alegre y a pesar que las bombas me han dejando sin piernas, le digo volveré… volveré y me quedo sin aliento y las bombas me dejan sin respiración, volveré mi amor, volveré.

Mas no sé dónde comienzan los caminos de la vuelta. Mientras sigo esperando que se abra para mí alguna luz, he comenzado a amar la soledad.

Quiero escribir un verso, ahora, ahora que estoy rodeado de bestias, de bestias carnívoras.

Estoy atado de piés, de manos, de boca, de cerebro,

no sé qué me pasó, fue un aire de locura.

Un no poder estar ni cerca de mí.

La muerte de un hijo es una calamidad. Una epidemia, una plaga, casi imposible de combatir.

La novela “erótica” que estoy escribiendo y, ahora, no puedo concluir, tiene que ver con que un hijo muerto no se puede elaborar.

Desde el padre, un hijo nunca llega a ser separado de su padre.

Cuando muere un hijo algo del padre muere para siempre.


Algo de mí ha muerto para siempre.

Me impresiona estar vivo,

con algo muerto de mí, en mí.

Fue fugaz la estrella que toqué al partir.

Fue fugaz su luz, fugaz su resplandor.

Duró sólo el instante de aquel beso.

Sólo el instante aquél de la caricia.

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